Opinion

Antitaurinismo, situación actual y perspectivas de futuro… Parte uno

Preámbulo o «esto viene de lejos»; el antitaurinismo «clásico». Tal vez debamos sentirnos menos inquietos al observar que el antitaurinismo acompaña la Fiesta de los toros casi desde sus albores -como en los cuentos siempre hay una mala hada para asomarse a la cuna de la joven princesa-, y que, a pesar de las múltiples amenazas y entuertos que ha sufrido ésta, todavía vive a la luz del siglo XXI.

Reconozcamos que es sorprendente y admirable. A lo largo de su historia la tauromaquia se ha desarrollado bajo la vigilancia, la sospecha, y a veces la condena del poder político, de las autoridades religiosas y de ciertas élites intelectuales.

A menudo se ha visto en ella un desorden moral y social, y se han temido los excesos que podía desencadenar con las reacciones incontroladas del pueblo y, horresco referens, con la promiscuidad de los sexos en el graderío, originalidad de este espectáculo en épocas remotas, como lo ha puntualizado Gonzalo Santonja.

Repasemos brevemente estas principales reprobaciones.

En primer lugar topamos con la Iglesia. Los toros para ella recuerdan demasiado los ritos y juegos paganos, sobre todo del circo romano, en el que fueron inmolados innumerables mártires.

Tomás de Villanueva, arzobispo de Valencia en 1544, canonizado luego, acusa esta fiesta de ser una obra del diablo y se indigna contra tanta sangre vertida; no, desde luego, la sangre de los toros, «criaturas irracionales», sino la de los hombres que se enfrentan a ellos, con el riesgo de perder la vida.

No duda por ello en llamar a los espectadores «homicidas» y a prometerles las penas del infierno. Sabemos que esa es la verdadera razón por la cual Pío V dicta en 1567 su famosa bula de condena De salute gregis dominici: a un cristiano no le está permitido poner en peligro su vida en un juego tan brutal y por un motivo tan intrascendente.

Sólo es legítimo sacrificarla al Rey y a la lucha contra los enemigos de la cristiandad. Tal bula quedará finalmente letra muerte en España, pues Felipe II va a negociar ante la Santa Sede su inaplicación y su enmienda con los argumentos de la Universidad de Salamanca y, en particular, de Fray Luis de León.

El místico y gran poeta inspiró, parece ser, esa famosa reflexión según la cual «… eso de lidiar toros es una costumbre tan antigua que casi está en la sangre de los españoles».

Con ella se rompe una primera lanza para defender las tradiciones del pueblo aunque la controversia religiosa sobre este tema se va a prolongar a menudo.

Segundo eslabón de la crítica antitaurina: el tiempo de la Ilustración.

El punto de ataque es de carácter social y económico. La fiesta no tiene cabida en una sociedad que se encamina al reino de la razón y del progreso.

La voz más contundente en ese período, la de Gaspar de Jovellanos, arremete contra la futilidad y la inutilidad de los festejos taurinos para el bienestar público, con el agravante de que la cría de los toros en los latifundios priva la agricultura de los espacios necesarios a su desarrollo, un desarrollo que va unido, en la idea de Jovellanos, al de la pequeña explotación individual. Hay que acabar con la agricultura extensiva, y sustituirla por la intensiva.

Es de notar que este ilustrado espíritu no percibe aún –y es lógico que sea así– la preocupación ecológica de nuestro tiempo. Última y definitiva etapa del antitaurinismo «clásico», la de la Generación del 98.

El movimiento intelectual que surge después de la pérdida de Cuba y Filipinas considera que la pasión por los toros es uno de los síntomas más clarividentes de la decadencia española, pues en ella se gastan gran parte de las energías sociales que deberían ser empleadas para la reforma del país.

Las campañas antitaurinas y antiflamenquistas de Eugenio Noel son la punta de lanza, pero con más sutileza en el análisis la mayoría de dicha generación trata el tema con igual severidad. Dentro de ella me parece de especial interés y originalidad el planteamiento de Unamuno.

Concede que la tauromaquia puede interpretarse como una expresión trágica de la vida y que, mientras se presencie el espectáculo, sus emociones son respetables, pero lo que le indigna es que se pierda el tiempo en comentarios y tertulias sobre lo acaecido en el ruedo. Para él es el colmo de la insensatez.

Lo que don Miguel no percibe, con todo el respeto para tamaña figura del pensamiento y de las letras, es que el recuerdo y la palabra son las únicas herramientas a disposición de los aficionados para impedir que un arte tan efímero se borre de forma irremediable.

Tal es uno de los sentidos de la reflexión de Ángel Luis Bienvenida: «La torería son las conversaciones».

Para el poder político, según los tiempos que corren, la Fiesta es aprovechada, tolerada, vigilada o prohibida. Esto último llega a producirse en los reinados de Carlos III y de Carlos IV con una pragmática sanción y varios decretos y leyes.

En primer término se prohiben los festejos de muerte salvo los que se organizan con fines piadosos o caritativos (el consabido ansia de utilidad en el siglo XVIII), luego toda clase de festejos salvo los benéficos, y finalmente, en 1805, todos los espectáculos y juegos taurinos.

Sin embargo, lo que prohibe un Borbón, un Bonaparte –el rey José- lo restablece, en 1808, seguramente para congraciarse con el pueblo español.

Unos cien años más tarde, un proyecto de ley se propone acabar con los toros de forma subterránea; obliga a respetar tajantemente el descanso dominical y a no celebrar corridas ese día, para asegurar el bienestar de los profesionales del toreo.

¡Bendita hipocresía disfrazada de progreso social!

Ante las protestas no se cumplirá.

Y ya la corrida quedará libre de trabas en España, hasta la prohibición del 28 de julio de 2010, por obra y gracia del Parlamento Catalán.

Nadie puede dudar del trasfondo político, por no decir antiespañolista, de dicha prohibición, del mismo modo que, en el siglo XIX, varios países de Iberoamérica al conquistar su independencia frente a «la Madre patria», quisieron marcar esta etapa con la interrupción provisional (México) o definitiva (Argentina) de la tradición taurina.

En la Francia meridional, donde esta tradición, muy popular por cierto, queda atestiguada desde la Edad Media, mucho antes de que la corrida a la española se implante a mediados del siglo XIX, una batalla permanente, para tratar de erradicarla o de encerrarla en límites muy estrechos, se libra entre el poder central del Rey y de la Iglesia, por una parte, y, por otra, los defensores de las libertades y culturas locales.

Contra estas libertades el gobierno de la República va a reaccionar como el de la Monarquía, al final del siglo XIX y a principios del siglo XX, en nombre de la obediencia a la ley Grammont sobre el maltrato animal (1850), prohibiendo las corridas de muerte.

Los aficionados franceses, apoyados por sus ayuntamientos, van a ofrecer una resistencia obstinada, hasta que, para hacer las paces con las regiones del sur, se promulga una ley de excepción cultural, con respecto a la ley Grammont, en favor de las regiones de «tradición taurina ininterrumpida».

El Consejo Constitucional, la más alta jurisdicción en Francia, ha confirmado en 2012 esta excepción cultural, poco después de que la corrida haya sido inscrita en el inventario nacional del ministerio de cultura como Patrimonio Cultural Inmaterial.

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* Encierro mexibérico pintura del Maestro Rafael Sánchez de Icaza

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