Reportajes

La Plaza de Acho cumplió 255 años de imbatible historia

Hace unos días la Plaza de Toros de Acho, la nao mayor de la tauromaquia peruana, cumplió 255 años de haberse inaugurado ubicándola como uno de los tres más antiguos cosos del orbe taurino existentes.

Ubicada en el tradicional distrito limeño del Rímac, fue declarada Patrimonio Nacional, comprendida dentro de la declaratoria de Patrimonio Cultural de la Humanidad conferida por la Unesco al Centro Histórico de la Ciudad de Lima.

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Su edificación se realizó durante la época colonial, en pleno siglo XVIII, cuando por estos pagos gobernaba con los mismos atributos del rey Carlos III de España, a quien representaba, el virrey Manuel de Amat y Juniet, marqués de Castellbell. Lima era en esos tiempos, cortesana y aristocrática por esencia, ostentando el similar boato y pomposidad de su matriz peninsular.

Pese a presumir de gustos afrancesados devenidos seguramente a sus orígenes catalanes, el virrey gustaba de los espectáculos taurinos y una vez que tuvo a bien autorizar la construcción de la plaza, era habitual verle en ella disfrutando de cada una de las ocho corridas anuales establecidas.

Contemporánea con sus pares españolas dadas a construir desde las primeras décadas del siglo XVIII, Acho fue inaugurada un 30 de enero de 1766, siendo su propietario don Agustín Hipólito de Landaburu, quien como condición debería entregar parte de los beneficios al Hospicio de Pobres de la Real Junta de Beneficencia (antecesora de la Beneficencia Pública de Lima, su propietaria actual).

La plaza conserva toda su monumentalidad arquitectónica, no es como por ahí alguien pudiera suponer que de su antigüedad conserva solo el terreno donde yace.

No es así. Estructuralmente se halla intacta en relación a su edificación original circundante donde predominan imponentes sus machones de adobe —los contrafuertes— que la sostienen y que le imprimen una singular característica.

Durante sus más de dos siglos y medio, ha sido remodelada y ampliada en tres oportunidades, durante los años de 1865, practicamente a su centenario; y en 1944 y 1962, respectivamente. De forma tal que actualmente aglutina tres elementos de construcción como la madera, el adobe y el concreto.

Tras la última remodelación se le dota de los ambientes actuales y un importante museo taurino, siendo el único existente en plazas americanas, el cual conserva verdaderas joyas en trajes de torear y artículos diversos utilizados por las figuras del toreo que actuaron en Lima.

Con esta, se incrementó su aforo a las catorce mil localidades y se redujo el diámetro del ruedo dejándolo en sesenta metros de los noventa con que contaba al principio y donde en cuyo medio se ubicaba un templador para resguardo de los toreros.

Desde el año de 1946 tras una sostenida campaña periodística a raiz de un artículo publicado en la revista Los Toros, escrito por el crítico taurino Zeñó Manué (Manuel Solari Sawyne) se establece la Feria Taurina del Señor de los Milagros por parte de su mentor, el empresario y ganadero Fernando Graña, bajo el nombre original de Feria de Octubre.

La feria recién instaurada requería identificarse con un trofeo que le añada algo más de categoría, de tal manera que a sugerencia de connotados aficionados de la época como Tuco Roca Rey, Enrique Ego Aguirre y Alejandro y Antonio Graña, junto al mismo Manuel Solari, se establece el Escapulario de Oro del Señor de los Milagros para el matador triunfante. Posteriormente, durante la gestión empresarial de Manolo Chopera se añadiría otro tanto de plata, para premiar a la res más sobresaliente.

Por la más que bicentenaria Plaza de Acho han pasado, como ninguna en América, carteles inigualables incluso para la misma Europa taurina. El aficionado limeño gusta y exige ver siempre a las figuras, predominando de esta manera lo que podría atribuírsele a ser considerado de corte torerista.

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Cada temporada limeña, dicho acertadamente, la ciudad aficionada se envolvía de expectante algarabía. La semana previa, la coloquialmente llamada Semana Grande, era todo un burbujeante ve corre y dile de rumores, expectativas y preparativos.

Algo de lo cual, como sea, aún se mantiene y alcanza el cénit desde la primera tarde que la plaza abre sus puertas, donde en un ambiente festivo, colorido y fascinación ensimismada por acudir a esta cita obligada una vez más con la grácil señora, todos los aficionados se reconocen.

Porque Acho aparte de todo lo que contiene como recinto para el espectáculo mayor que son los toros, posee encanto y magia. Es lo mismo refinamiento que clamor y sentir popular. Música, gastronomía, tradición, cultura viva, propia, mestiza. Pero también atisbos actuales de una languidecente solera desdeñosa con el  tiempo.

Acho es poesía, simbolismo lúdico y multicolor. Es drama y fiesta, como la vida misma solo que palpable y evidente.

Acho y los toros son todo aquello que el correctismo imponible por los administradores de la moral moderna quiere negar y no podrá lograr, por más amedentramiento o bulla intolerante emane de sus fauces contra el espectáculo y contra quienes asisten a disfrutarlo libremente.

De igual manera entre los cultores de la fiesta, seduce y obliga así sea que algunos frunzan ceños o hagan mohines a carteles o toros, que eso es razonablemente entendible cuando media el coste de un boleto tan caro como en ninguna otra parte; pues por delante se antepondrá el entusiasmo de aficionado. Qué duda cabe.

Ojalá que ese entusiasmo perdure firme, y acaso no pueda acrecentarse en las nuevas generaciones, permita a quienes aún albergamos la esperanza de mantenerlo posible, no como una postura meramente declarativa sino desde el compromiso cabal de todo aficionado, para decir que siempre:

¡Acho es y será una plaza de toros!

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