Crónicas

En Sevilla… Victorino, sensación de toro

Plaza de La Maestranza. Sexta corrida de abono. 29 de abril. Casi lleno. Durante el paseíllo sonó el pasodoble Manolete con motivo del centenario del nacimiento del torero cordobés. Toros de Victorino Martín, correctos de presentación, de variado comportamiento: bravo y parado el primero; bronco el segundo; blando y noble el tercero; complicado el cuarto; de gran calidad el quinto, y soso el sexto. Todos cumplieron en los caballos.

Antonio Ferrera: Ovación y oreja.

Manuel Escribano: Silencio y ovación.

Paco Ureña: Oreja y silencio.

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No fue un corridón de toros, ni por hechuras ni por comportamiento. Todos recortaditos, sin caras aparatosas, en el tipo de la casa; ninguno destacó por sus excepcionales condiciones en los tres tercios de la lidia. Pero hubo interés porque había toro; bravos, unos; nobles otros, parados algunos, soso y misterioso otro, bronco y violento el segundo… El toro de lidia, una caja de sorpresas, emocionante siempre.

Así, sí.

Tampoco fue una corrida triunfal de principio a fin, pero se vivieron momentos de conmoción y arrebato, de esos que solo se pueden sentir cuando la tauromaquia eterna vibra por los cuatro costados.

Ambientazo en la Maestranza. Tarde espléndida después de una mañana lluviosa; tarde soleada y ventosa también. Y henchida de expectación con el recuerdo del toro Cobradiezmos, indultado en esta plaza la feria pasada.

Ovación de gala para la terna al acabar el paseíllo que recoge Manuel Escribano e invita a sus compañeros. Se aventura una gran tarde. Y en verdad que así fue, pues quedaron para el recuerdo destellos inolvidables.

El primer toro acude con presteza y empuja al caballo en la primera vara; duda en la segunda, pero acude finalmente y demuestra su valía. Ferrera se luce en un sentido quite a la verónica, y Escribano por chicuelinas. Banderillean los dos diestros y el toro acude al cite con prontitud, alegría y galope. El tercio resulta vistoso. El animal se había esforzado tanto que se apagó en el último tercio. Se le acabó la alegría, se paró y solo permitió un pesado arrimón de su matador.

A toriles se fue Escribano para recibir al segundo, que se emplazó en la puerta, oteó el horizonte e instantes después puso en serios aprietos al torero cuando embistió con enorme fiereza y genio al capote. La lidia careció de historia porque el victorino destacó por su peligro y violencia.

El tercero fue un misterio. Lo recibió Ureña con tres verónicas extraordinarias, de esas que se sienten en el alma. Acudió con brío al caballo y lo picó muy bien Pedro Iturralde. Dio la impresión de venirse abajo en banderillas, y llegó al tercio con andares sosos y tristes. En ese tono transcurrió la primera parte de la faena de Ureña, hasta que, sin saber por qué, el animal humilló, amplió su corto recorrido y permitió una tanda magnífica de derechazos que supieron a gloria; después, con la muleta en la zurda y a distancia del toro, dibujó Ureña dos tandas de naturales preñados de torería. Lo que son las cosas…

La lidia de cuarto fue una explosión de emociones. No permitió de entrada toreo a la verónica. Derribó con estrépito al caballo y cumplió en la segunda. El tercio de banderillas fue espectacular y cargado de sentimiento. Invitó Ferrera a parear a su subalterno José Manuel Calvo, hijo de Manolo Montoliu, muerto en esta plaza en 1992. El par que colocó el torero valenciano derrochó torería desde sus andares primeros hasta la perfecta colocación; se lució también el matador, y la plaza en pie, absolutamente conmovida, irrumpió en una ovación de época mientras el hijo del legendario banderillero brindaba a los cielos.

Otro misterio en la muleta; en esta ocasión, por parte del matador. No era fácil el toro, nada de fofa nobleza, sino genio y fiereza a raudales. Se desarrollaba la faena sin detalles meritorios, cuando Ferrera dijo aquello de aquí estoy yo, plantó las zapatillas en la arena y obligó a su oponente a embestir como dios manda. Y brotaron dos tandas de derechazos estupendos, largos y hondos, y otra de naturales vibrantes que sonaron en todos los rincones de la plaza. Tras una buena estocada paseó una oreja; como debe ser.

El quinto cumplió en varas; Escribano lo pareó con más voluntad —toda la imaginable— que acierto (insiste en colocar los garapullos a toro pasado), y aprovechó con enorme merecimiento la bondadosa embestida del animal. Acudía el toro con franquía y lentitud al cite, y Escribano lo muleteó con temple, largura y hondura, y revalidó su conocimiento de la lidia de estos toros y un notable avance en sus formas toreras. Mejor por el lado derecho, toro y torero protagonizaron destellos de excelsa torería. Solo el fallo con el descabello le impidió pasear un merecido trofeo.

Finalizado el tercio de varas al sexto, en el que cumplió el toro, Ferrera asomó el capote, y trazó dos bellísimas chicuelinas, una media y una larga en un palmo de terreno, y la plaza se lo cantó a lo grande. Muleta en mano, Paco Ureña lo intento de veras, pero el corto viaje del animal no le permitió redondear una tarde triunfal. Aun así, robó muletazos de mando, temple y buen gusto a base de valeroso tesón.

La corrida acabó casi a las nueve y media, pero nadie, que se sepa, se quejó de la dura piedra. Así de emocionante puede ser esta fiesta.

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* Antonio Lorca, prestigioso crítico taurino del influyente diario español El País

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