En Sevilla… Un carretón para Álvaro Lorenzo
Plaza de La Maestranza. Tercera corrida de abono. 26 de abril. Casi tres cuartos de entrada. Se guardó un minuto de silencio en memoria del torero Sebastián Palomo Linares, fallecido el lunes. Toros de Torrestrella, mal presentados, blandos, mansos, nobles y descastados.
José Garrido: Silencio y oreja.
Álvaro Lorenzo: Silencio tras aviso y silencio tras aviso.
Ginés Marín: Silencio y silencio.
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Álvaro Lorenzo se perfiló para la suerte suprema; fijó la mirada en el morrillo del toro, levantó los talones y se fue al encuentro. La primera impresión fue que había enterrado la espada hasta los gavilanes. Pero hete aquí que el animal se dio la vuelta y enseñó a los incautos espectadores la verdad de la historia. Sin saber por qué, la mano del torero se había ido hacia los costillares del toro, cerquita del número que identifica a la res, y en lugar de atravesar la carne, quedó la espada ensartada en la piel como en los espetos de sardinas, y asomándose al final.
¡Mala suerte la del chaval!
Cualquier artista echa un borrón.
Se perfila de nuevo (“A esta va a ser”, comenta el vecino); apunta con más atención a lo negro, y otra vez yerra con la puntería. El estoque cayó más abajo que el primero, si tamaño desatino es posible. Suspenso. Queda para septiembre. Es difícil ejecutar de forma más fea la suerte suprema. Y es que Lorenzo venía a Sevilla a examinarse; y lo hacía como alumno aventajado, al igual que sus compañeros de cartel. Pero el borrón fue mayúsculo. Una vez, vale, pero dos… Inexplicable.
Tuvo suerte, no obstante, porque cuando acabó la faena de dos descabellos, el público, generoso, guardó un respetuoso silencio. Si le toca hace unos años, todavía le resuenan en los oídos la más que merecida bronca.
Y lo cierto es que no muleteó mal a ese primer toro de su lote, blando y noble como los demás, y con escaso fuelle. Sus tandas son cortísimas, no se recrea en los muletazos y su toreo emociona con cuentagotas. Dijo poco, que es de lo que se trataba: contar a Sevilla que quiere ser figura. De momento, en su primero, lo que dijo ser es un pinchaúvas de nulo acierto.
Repitió ante el quinto el defecto de las tandas cortas; dio la impresión de traer la lección aprendida, y el público lo esperó con paciencia y la generosidad que merecen los toreros nuevos. La faena avanzaba, surgió una brisa fresca y las palmas con desgana cantaban a leguas que el misterio de Lorenzo sonaba a moderno. Su oponente no era gran cosa, y acudió a los cites con más obligación que brío. Llegado el momento de la muerte, parte la plaza se puso los prismáticos y el resto afinó la vista. Pues otra vez se fue a los bajos. ¡Vaya tarde…! Un carretón para Lorenzo… Esa es la pena que debe autoimponerse tan mal matador de toros.
El que toreó bien de verdad, especialmente con el capote, fue, José Garrido, torero que ofreció una imagen de madurez y buen gusto. Recibió a su primero de rodillas frente a la puerta de chiqueros y el toro le hizo poco caso. Ya de pie dibujó un buen manojo de verónicas preñadas de temple; galleó por chicuelinas, y, momentos después, se lució por delantales. Cuando tomó la muleta, el animal ya había llegado al límite de su capacidad pulmonar, y optó por mostrarse como una caricatura birriosa de toro bravo. En fin, que hubo decisión y ganas de agradar, pero poco más.
Volvió a lucirse a la verónica ante el cuarto, excelentes algunas de ellas. Se echó de rodillas en el inicio de la faena de muleta e ilusionó a los tendidos con ayudados por alto muy ajustados. El toro, el mejor hasta entonces para la franela, repetidor y noble, le permitió algunas tandas apasionadas que no alcanzaron el clímax deseado. Comentó el vecino que el toro estuvo por encima del torero. Quizá, tuviera razón. Lo cierto es que le concedieron una oreja que supo a orejita.
¿Y Ginés Marín?
Allá que se fue a toriles antes de la salida del sexto de la tarde, pero lo pensó mejor y se quedó casi en el centro del ruedo. De rodillas, eso sí, pero lejos de chiqueros. Una larga cambiada, un par de verónicas, otro par de chicuelinas, una media y una larga. Todo a la velocidad de la luz, sin tiempo para paladear el toreo. Pero bien.
Había aburrido de lo lindo ante su primero, que embestía con la cara alta, y con el que se mostró vulgar y pegapases. Solo le quedaba un tema para el aprobado. Noble tonto y escaso de fortaleza era el animal, y el muchacho se puso bonito, dibujo algunos muletazos aceptables, pero no consiguió calentar a la fresquita parroquia.
¿Y los toros?
Decadentes animales sin casta. Otra corrida para el olvido.
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* Antonio Lorca, prestigioso crítico taurino del influyente diario español El País
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