En Pamplona… La imagen de una eternidad
Plaza de Pamplona. 8 de julio. Segunda corrida de San Fermín. Lleno. Toros de José Escolar, muy bien presentados, serios, cornalones y astifinos; muy mansos en los caballos, y broncos, duros, correosos y muy deslucidos en el tercio final.
Fernando Robleño: Herido en la faena de muleta del primer toro.
Juan del Álamo: Silencio; oreja; y silencio.
Borja Jiménez: Silencio; ovación con aviso; vuelta al ruedo.
Parte médico:
Según el parte médico, Fernando Robleño, ha sufrido dos cornadas en el muslo izquierdo, una superficial, de 12 centímetros, y la otra, de 8 centímetros que diseca la femoral.
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- Fernando Robleño cae herido en el primer toro de una durísima corrida de José Escolar. Juan del Álamo corta una oreja y Borja Jiménez, también contusionado, se reivindica como torero heroico
La corrida comenzó de la peor manera posible: con la cogida de Fernando Robleño en el primer muletazo con la mano derecha que intentó ejecutar al toro que abrió plaza. En cuanto lo vio plantado en la arena, el animal hizo caso omiso del engaño, lo enganchó por el muslo izquierdo con violencia, le hizo perder pie, volvió a levantarlo del suelo y le tiró derrotes a la cara que, felizmente, no alcanzaron su objetivo. Pero a Robleño lo fastidió gravemente, por la herida, y porque en unos segundos se esfumó toda posibilidad de éxito. El torero pasó a la enfermería y Juan del Álamo se limitó a machetear al deslucido animal.
Ahí comenzó otra corrida, y se produjo, en primer lugar, un hecho sobrenatural.
Si es verdad que la eternidad es un misterio, Borja Jiménez se entretuvo en explicarla con claridad. Eso, sí, le costó lo suyo; por lo menos, un calvario.
Cuando avisaron de la salida del segundo toro, Jiménez cogió el capote, cruzó el ruedo y se plantó de rodillas en chiqueros. Se abrió la puerta de los miedos, y se detuvo el tiempo. Solo se veía un túnel negro sin fin; y el segundero corría mientras el torero, con el reflejo de la máxima concentración en la cara, esperaba inquieto pero firme que apareciera el toro. Pero, no. Un minuto, y continuaba la imagen oscura. Se hizo el silencio, con lo difícil que ello resulta en esta plaza.
¿Qué pasa?
Pasaba que los empleados se afanaban en la tarea de cambiar el turno de los toros tras la cogida de Robleño, pero allí seguía de rodillas, sin noticias, impertérrito, un hombre al que se le salía el corazón por la boca. Minuto y medio, quizá dos, una eternidad, sin duda, hasta que alguien le hace una señal y Jiménez se encampana, se muerde la lengua y se dispone a esperar a su oponente.
Y salió un toraco, largos y afilados los pitones y mirada violenta. Atisba al torero, deslumbrado, tal vez, y hace un regate sin pretenderlo que descoloca a su lidiador. A toda velocidad corre hacia él, solo tres o cuatro pasos, un tramo sin fin parecía, y lo arrolla, pasa por encima del cuerpo del humano, que esquiva el atropello tirándose a la arena, pero recibe una patada en el pecho y acaba ileso de milagro y con el capote a modo de montera.
Esa debe de ser una eternidad, el tiempo detenido, el reloj imparable y el corazón a mil por hora.
Ese tiempo que estuvo Borja Jiménez de hinojos frente a chiqueros le sirvió para reivindicarse como torero heroico. Todo lo demás -una entrega sin límite, un derroche de pundonor, una disposición ejemplar, un impropio desprecio a su integridad física-, no hizo más que confirmar que la profesión de torero, tan dura, tan sacrificada y que tan poco sabe, por general, de recompensas, es exclusiva de unos pocos.
Ese toro desarrolló sentido y peligro.
Al cuarto le tragó con admirable firmeza, muy asentado, le robó redondos de mérito y a cambio recibió un puntazo en el muslo derecho que, en principio, fue diagnosticado como una fuerte contusión, y el tercero embestía con la cara alta, sin clase ni celo.
Juan del Álamo cortó una oreja de poco peso de su primer toro; ni la faena ni la estocada merecieron premio, pero, al igual que su compañero, dejó constancia de una extraordinaria vergüenza torera. Parecía más noble ese animal, pero pronto se paró, le costaba obedecer y derrotaba al final de cada muletazo. Muy complicado fue el otro, imposible para trazar cualquier intento de toreo.
La corrida de José Escolar, una prenda. Hizo honor a su fama de dura. Mansa y deslucida en grado sumo, al menos, sirvió para que dos toreros se reivindicaran como tales y exigieran mejor trato de ese otro toro, dificilísimo, que reside en la oscuridad de los despachos.
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- Antonio Lorca, prestigioso crítico taurino del influyente diario español El País
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Foto de portada: Diario de Navarra
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