El comentario de Paco Cañamero… El triunfalismo no es el camino
El 2020 avanza a la velocidad del tren burra, como llamaban aquel tren de vagones de madera que desde Valladolid unía la Tierra de Campos y llegaba hasta Castroverde haciendo honor a su nombre. Porque nunca hubo más deseo de dar carpetazo a un año y más aún con la esperanza de tener esa deseada vacuna que descabelle la horrorosa pandemia de la muerte y de la ruina.
Mientras, no hemos dejado de lado la actualidad, solidarizándonos con el mundo ganadero, ahogado y con muchas interrogantes en su inmediato futuro; al igual que el resto de profesionales que forman parte de la Tauromaquia, con el horror de ver como se vacía la despensa de sus sueños y no hay nada claro para la próxima temporada. Para ese 2021 al que se aferran para que sea el de la esperanza y ni en sueños nadie quiere que sume al actual para convertirse en un bienio trágico.
Al hilo de la actual y siniestra campaña hemos vuelto a disfrutar con la grandeza del extremeño llamado Emilio de Justo, quien debería haber recogido el fruto de su cosecha torera y deberá esperar. Porque Emilio de Justo -¡ojalá vuelva pronto la normalidad!-, gracias a su grandeza, es uno de los nombres señalados para dar grandeza a la Fiesta.
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A, Diego Urdiales, otro máximo exponente de la pureza que apenas se le ha podido ver, pero se le espera como a las aguas de mayo, al igual que a Pablo Aguado, que también era este su año y de momento también está sentado en el banquillo de la espera.
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Y aquí, en medio del naufragio que vivimos ha sacado cabeza para navegar en su arca un sevillano de Triana llamado Juan Ortega. Torerazo soñado y manantial cristalino pulido por el gran Pepe Luis Vargas. Juan Ortega, que para muchas es una sorpresa, no es nuevo y ya había dado varios toques de atención en plazas importantes, incluso Las Ventas.
Pero en 2021 le han valido dos tardes para reivindicar que va a ser un nombre importantísimo en la Fiesta. Y junto a ellos otra serie importante de nombres quienes han debido ver la temporada en su casa, esperando que este tsunami de ruina y muerte llamada Covid acabe pronto.
Por lo demás hemos seguido puntualmente la llamada gira de reconstrucción y el resto de festejos televisados. De nuevo, muchas veces, con el lógico malestar al ver a los taurinos tropezar en las mismas piedras, las que desde hace años han dejado tan tocada a la Fiesta.
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Y, lo que es peor, emperrados en pretender que los males se arreglan por la vía del triunfalismo, con muchas orejas tras faenas mediocres (muchas veces mendigadas por los propios toreros o sus banderilleros, en escenas lamentables), con salidas en hombros masivas (algún día se escribirá en los carteles al final del festejo todos los actuantes serán izados en volandas para salir por la puerta grande) y la indultitis que tan poco beneficio al espectáculo.
Y es que, de unos años para acá, se indulta todo y se hecho en genérico lo que debería ser todo un acontecimiento que acaparase los titulares.
Un festejo taurino tiene un verdadero banderín de enganche y ese no es otro que la emoción. Ver algo diferente que observes con el corazón latiendo a gran ritmo cuando un toro bravo se hace el dueño de la plaza.
Si eso toro no se hubiera perdido, en vez de uno ¡que no moleste! –como señalan algunos ganaderos- desde luego que las carreras de los matadores no serían tan largas. Antes, cuando las figuras se retiraban mataban festivales benéficos, algo que prácticamente ha desaparecido y era escuela de aficionados, porque le es más fácil seguir vistiendo de luces.
Eso ha provocado que haya un escalafón con diestros súper veteranos y, lo peor, muy vistos. Y ojo, aquí hago un inciso porque en casi todos los tiempos e hubo toreros veteranos que iban o venían alternando con las novedades de esa época, bebiendo de sus fuentes tanto los aficionados como la gente joven.
Ocurrió en mi generación con la reaparición de Antoñete y Manolo Vázquez, admirando todos los chavales que éramos aficionados a los dos maestros. O más recientemente con Juan Mora, que ha sido el último lujo del toreo y los estamentos de esta Fiesta, tan falta de sensibilidad, no supieron aprovechar, porque en captar su arte, esencia, colocación, distancias… estaba la verdadera escuela para los más jóvenes.
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Hoy, cuando uno se aproxima a los treinta y cinco años en la profesión periodística y suma cuatro largas décadas de aficionado taurino, habiendo disfrutado plenamente de la Fiesta desde el final de los 70 e íntegramente la grandiosa década de los 80, tengo licencia para decir muy alto y en cualquier foro que el triunfalismo (‘indultitis’ incluida) es un cáncer para la Fiesta.
Porque aquí lo que se necesita es emoción, que son palabras mayores y el camino de reconstrucción de la Fiesta cuando llegue la normalidad que vendrá tras esta horrorosa pandemia de la muerte y de la ruina.
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