En Pamplona… Puerta grande para un dolorido Rafaelillo
Plaza de Pamplona. Octava y última corrida de feria. 14 de julio. Lleno. Toros de Miura, bien presentados, mansos en los caballos a excepción de los corridos en segundo, cuarto y sexto lugares; muy blandos, descastados y peligrosos.
Rafael Rubio Rafaelillo: Oreja y oreja.
Javier Castaño: Oreja y ovación.
Rubén Pinar: Silencio y oreja.
Detalles:
Rafaelillo sale por la puerta grande.
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Sin chaquetilla ni chaleco, con los tirantes rotos y hecho un mar de lágrimas recogió Rafaelillo la oreja de su cuarto toro, que le abría la puerta grande. Se había jugado la vida ante un marrajo complicadísimo de Miura que le dio una espantosa voltereta cuando trataba de pasarlo con la mano derecha en el tercio de muleta. Lo empaló el toro, lo lanzó por los aires y el torero cayó violentamente de culo sobre la arena. El golpe fue de tal calibre que el semblante que se le quedó lo decía todo. Lo había atropellado una excavadora.
Había recibido Rafaelillo al cuarto con una verónica de rodillas, pero el torero se vio obligado a recuperar al instante la verticalidad porque lo que le pasó por la pechera no era un toro, sino un tren de mercancías, que así de largo era Nevadito, de 660 kilos, el de más peso de la feria. Cuando lo volvió a citar con el capote, el toro alargó el pitón derecho y trató de quitarle la cartera, de modo que le rasgó el chaleco, lo que da una idea de la intención del animal.
Más que una faena, lo que se vio fue un combate entre un señor heroico y un toro peligroso que no paró hasta que lo volteó de mala manera. No hubo, porque era imposible, lucimiento alguno, pero sí un derroche de valentía, oficio y entrega de un hombre vestido de luces. Por eso salió por la puerta grande, y no por su toreo, porque su lote no le permitió lucimiento.
La tarjeta de presentación del primer miura de la tarde fue decepcionante: manso e inválido. Acudió sin ganas cuando Rafaelillo lo saludó de entrada con una larga afarolada y otra cambiada de rodillas en el tercio; a continuación, perdió las manos por primera vez, cabeceó con muy mala gana en el caballo, y se derrumbó a todo largo en la arena después; en fin, mal comienzo.
La suerte es que tuvo delante a un torero solvente y con aprendido oficio como es Rafaelillo, que estuvo muy por encima de la oscura condición de toro. Intentó ganar el favor del público con varios molinetes de rodillas, pero su labor careció de eco a causa de la sosería y la ausencia de casta de su oponente. Le robó algunos muletazos por ambas manos en una faena más aseada que lucida. Mató bien, eso sí, y el presidente le concedió una oreja que seguro que no entendió ni el propio torero.
Volvió Castaño a una gran feria y dijo sin abrir la boca que, efectivamente, no atraviesa el mejor momento de su valiente y difícil trayectoria. Torea poco y se le notó en exceso. Su primero, muy blando de remos, también, acudió de largo en los cites y se dejó torear con cierta nobleza. Castaño dio muchos pases, pero no toreó. Lució más el toro cuando acudió desde lejos a la muleta, pero el encuentro careció de misterio; despegado siempre se mostró el torero, apurado a veces y sin salir airoso de su evidente esfuerzo. Mató de manera fulminante de una estocada baja que ejecutó con solvencia y paseó otra sorprendente e inmerecida oreja.
Pidió una silla de enea Castaño para comenzar la faena de muleta al quinto, un prenda colorao que no había presentado nobles credenciales desde el inicio. Lo pasó tres veces por alto y fue la violencia del animal la que le indicó que se dejara de florituras. No fue toro de faena moderna, y el torero se limitó a justificarse del mejor modo posible. Mató a la primera -algo novedoso en este torero- y falló con el descabello, lo que le cerró, sin duda, la puerta grande.
Preciosa estampa lució el tercero de la tarde y desde los medios miró a los toreros con altivez y en actitud de claro desafío. Pero pronto se vio que todo era pura fachada. Acudió al caballo con la cara por las nubes, le cortó el viaje a los banderilleros, y en el tercio final cantó a voces su pésima condición: experto en tornillazos, corto recorrido, brusco y áspero, no ofreció oportunidad alguna a un entregado Rubén Pinar, que se vio los pitones en la cara en un par de ocasiones y milagrosamente salió con bien de tan gran apuro. De los tres primeros, fue el miura malo de la tarde. Pinar pinchó por dos veces y se quedó sin trofeo.
¡Mecachis…!
El toro más claro de la tarde -sin olvidar que era también un complicado Miura- fue el sexto, y Pinar dio lo mejor de sí mismo entre la ruidosa algarabía de los tendidos. Fue una faena larga, irregular, con pocos momentos brillantes, de un torero responsable y valiente que lo dio todo en un mar de dificultades. La espada cayó baja, el toro murió con rapidez, y ¿qué pasó?
Pues, eso, que le concedieron una oreja.
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* Antonio Lorca, prestigioso crítico taurino del influyente diario español El País
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Foto: El País
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