Reportajes

El Centro Taurino de Lima acaricia el cielo en la ganadería Paiján

Diario de viaje de una cita impostergable en nuestro calendario anual de actividades : Paiján y el cariño de sus propietarios, nos recibieron un año más el pasado 21 de julio.

Se cumplen seis años que durante una quincena del mes de julio, los miembros del Centro Taurino de Lima podemos disfrutar de una visita a la ganadería de la familia Vásquez De las Casas, con la finalidad de participar de un tentadero exclusivo para nosotros.

Tal honor y privilegio dado por iniciativa de su propietario, el ganadero don Aníbal Vásquez Nacarino, socio honorario de nuestra institución, nace a partir de instituir la fecha como muestra de su bonhomía, afición e infinita generosidad para con nosotros. Gesto que valoramos y agradecemos como lo que significa desde nuestra condición de aficionados: algo realmente impagable.

Como todos los años, en la peña decana, esperamos con ansiedad la llegada de cada julio. Nos organizamos en cuanto a prever todos los detalles logísticos para nuestra estancia el fin de semana de la quincena que corresponda. De semanas previas, semanalmente ya nos vamos preparando en toreo de salón y viendo videos de nuestras actuaciones pasadas.

Hay, entre los miembros de la peña, socios mucho más hábiles con los trastos que otros y que dan la talla con cierta pulcritud; también aquellos que destacan más por su entusiasmo que por las buenas maneras para torear. Otros, que finalmente deciden guardar circunspección y conformarse con admirar el arrojo y temeridad de los primeros.

No obstante, en líneas generales, todos nos hacemos uno y procuramos disfrutar en fraterna camaradería la experiencia de matar el gusanillo y sentirnos toreros por un día. Es fiesta para nosotros esta fecha. Un fin de semana de viaje, tienta y visita al campo bravo trujillano en una de las mejores y más serias, si acaso no la primera, ganadería de bravo en nuestro país.

Eso, sumado a la hospitalidad y simpatía de la familia dueña de casa, pues no podría llamársele de otra forma que no sea haber alcanzado la felicidad plena.

Nuestro viaje se inicia generalmente un viernes o incluso, en algunos casos, la víspera. Solemos ser una delegación de 25 a 30 personas los que asistimos, entre socios titulares y nuestras familias y amigos invitados.

Repartiéndonos los modos de llegar a Trujillo en primer lugar. Sea avión, bus o en vehículo particular, de modo que una vez instalados en el hotel seleccionado, el día sábado todos, luego del desayuno, aguardamos la llegada del transporte que nos recoja y lleve a Paiján distante unos 40 minutos.

Durante el corto trayecto nos vamos mentalizando para lo que vendrá luego, la prueba de fuego. Surgen entonces casi espontáneamente las interrogantes y dudas.

¿Qué tamaño tendrán las vacas que nos eche don Aníbal?, ─todos de algún modo nos preguntamos─.

¿Y si nos pide que paremos a alguna de salida?

Felizmente los pasodobles y las coplas que se dejan oír por el estéreo del vehículo disipan en algo nuestras dubitaciones. Y si no es la música, el remedio infalible son las ocurrencias y bromas que nos jugamos. Vamos, que tampoco se trata de recrear una escena del Decamerón de Boccaccio. Ni tanto tampoco, que somos toreros de fuste y tronío.

Cruzamos la pintoresca plazita de armas de Paiján, luego de haber virado hacia la izquierda del lado de la carretera. Seguimos calle arriba y un sendero afirmado que se adorna con una arboleda nos anuncia la llegada al predio de nuestros anfitriones.

Nos reciben como siempre, como si de la primera vez se tratase. Uno a uno, tras don Aníbal y su esposa doña Lucy, los miembros de la familia salen a nuestro encuentro para darnos la bienvenida. Aníbal hijo, el matador de toros que hoy está prácticamente a cargo de todo. Nicolás que es ya novillero y que ha pegado tremendo estirón adolescente; la simpática y jovial Ariana y luego Anylú y los demás que estuvieran en casa.

Esta vez la tienta corre a cargo del matador Emilio Serna y es otro motivo adicional de beneplácito pues se trata de otro buen amigo nuestro. Lo acompañarán luego el novillero Joselito Ordoñez y por supuesto Nicolás y su tío el matador Aníbal Vásquez.

Cortesías previas que se retribuyen en la bienvenida, unos azulejos de la firma Iturry para el rincón taurino de la casa por parte de nosotros y del Comité de Damas que también han traído lo suyo para el novillero que asiente el gesto con la sonrisa de sus frescos años en señal de agrado. Brindamos de unos coctelitos que se nos ofrecen y luego de algunas palabras que definen nuestra renovada amistad y agradecimiento somos invitados ya mismo a dirigirnos hacia la plaza de tientas.

Para hacerlo, vamos avanzando entre los potreros de las caballerizas donde potrancas y potrillos se acercan a saludarnos. Equinos peruanos de paso de pura raza y estirpe de campeones que se crían aquí como el otro emblema de la familia, herederos del mítico AV Sol de Paiján, Campeón de Campeones.

La tienta se ha retrasado algo y todos ya bien ubicados, nos deseamos suerte. El torero Armando Rojas, el popular Manco, habilita los trastos y asiste al matador Aníbal Vásquez que dirige las acciones y da la orden para que suelten la primera vaca que sale arremetiendo con bríos. Es inmensa, abierta de pitones y en cada uno de nosotros sobrecoge un trémulo aliento.

Felizmente, los curtidos matadores Serna como Vásquez y tras de ellos los jóvenes toreros, Nicolás y Joselito, darían cuenta de la briosa becerra. El llamado a “!puerta!” nos regresa el aliento. Pero, ¿cómo, entonces a qué venimos sino a pararnos frente al tren? ─pensamos─. Claro frente al tren, pero no ante la barcaza de Caronte. Que eso se mira de lejos.

Salvo aquella, hubieron otras mucho más nobles pero que supieron exigir también. Allí el buen oficio de los profesionales nos regaló lecciones no escritas de buen toreo. Qué pedazo de torero sigue siendo Aníbal Vásquez, pese al retiro y la corpulencia que ostenta.

En el matador de la casa, todo parece fluir de manera fácil que hasta apetece, sin dudarlo, servirse del convite. Craso error, como lo testifican dos revolcadas al primer entusiasta de los decanos que se lanzaron al remate. El amigo Juan Meza, pagó factura pero lo compensó la satisfacción de haber cumplido.

A su turno, los que se apuntaron fueron tomando valor para coger los trastos. No estuvieron como años anteriores muy aseados pero se justificaron. Destacó esta vez el buen y apacible Iracundo Martín Cuba que no pudo al final sortear el tragar polvo. Y vaya que sí trago harto en esas fallidas croquetas y luego revolcones a voluntad propia. Terminó hecho un escombro polvoriento pero feliz.

Salió entonces la que cerraba jornada, una vaca alta y blanca en su totalidad. Res de nota alta, por su calidad, acometividad, tranco y por ser encastada de condición brava. Excelente. Cómo aguantó ser repasada una y muchas veces más.

Conmovedor el arresto de don Eduardo Chávez Fernández, el octogenario miembro de la peña que sabe de técnica pues fue señorito torero en los albores de su ingreso a la centenaria agrupación que hoy lo tiene como uno de sus emblemáticos mayores.

Cosas de la vida, ahora acompañado de gente mucho más joven pero con la misma afición de sus contemporáneos que ya no están. Lo cuidamos y quedamos atentos hasta que finaliza su actuación. Él, remozado y con ese brillo en los ojos que solo los aficionados de hueso colorado pueden mostrar, nos dice lo feliz que está.

Le siguen, el doctor Antonio Pecho que fiel a sus conceptos bullidores remata con esos molinetes tan suyos, tan palqueños, firma de la casa. Su esposa Gaby, concitó por su parte toda la atención y admiración. Que nada de simple consorte, ella también muestra lo suyo en ese quite al compañero que quedaba a merced de la enrazada vaca blanca.

El siempre enhiesto y amanoletado Ivo estandarte de los Paccini; Rafael Oliart, el presidente, con sus naturales llenos de hondura; los amigos Tomás y Vladimir Miranda, Luis Iturry en los registros de vídeo, y como en otras ocasiones los hermanos Ortiz; el pato Vera Tudela y los Ísmodes con don César a la cabeza, Joaquín Oliart de los más jóvenes, los Velarde Hugo y Elsa, el sevillano más limeño que existe como es Carlos Sanchís; en fin todos. Qué importa un revolcón, una camisa polvorienta y ajada, si como El Camarón hemos venido a rompernos la camisita blanca como gitanos…qué importa ná !

La familia ganadera lleva tres hierros por separado, a decir, Paiján, La Viña y El Olivar. Este último cedido al matador Aníbal Vásquez hijo, por parte de los descendientes de don Manuel Celso Vásquez, aquel gran criador cuyos ejemplares con sangre Veragua fueron la cimiente de varias ganaderías nacionales en la primera mitad del siglo XX.

Paiján, se formó a inicios de los años ochenta, con vacas de origen La Huaca. Luego se añadió algo de la extinta Yéncala, línea Santa Coloma, a través de Camponuevo, para posteriormente seguir en la misma línea con los Buendía de Paco Camino.

Por su parte, La Viña, emblemático hierro nacional de mayor prestigio durante décadas, proviene de la línea Parladé Domecq, vía Conde de la Corte que tenía don Víctor Montero, su fundador. Se ha refrescado luego siempre en Domecq, por medio de Huagrahuasi de Cobo.

Pastan por separado de los machos, muy cerca en otra zona, los sementales, las madres, vacas y becerros. Los toros están en la finca en espacios amplios solo para ellos. Son casi 600 hectáreas en un lado y otras 300 en otro, lo que conforma la extensión total de la ganadería.

Paiján, en medio de arenales y tierra pedregosa que sabe, cultivada con esmero, brindar la nobleza que prodigan sus espárragos, algarrobos y alcachofales. Entre otros sembríos. Con restos de ello se complementa la alimentación del ganado, tal como lo podemos comprobar in situ, allí mismo, en cada oportunidad ─siempre gracias a la inmensa generosidad de la familia Vásquez De las Casas─ que nos montan en sendas camionetas con las que atravesamos deleitados los potreros.

Concluye la jornada. Reconfortados apuramos el café que se nos convida en la bucólica comodidad y amplitud de la terraza de la casa hacienda observando el paso llano de las potrancas y potrillos que salen a despedirnos haciendo alarde de su majeza bereber y elegancia andaluza al caminar en frente nuestro.

El bus de retorno a Trujillo nos aguarda y la hora demanda despedirnos. El adiós es como aquel de las familias. Entre pena, alegría y nostalgia. Todo junto. La enorme hospitalidad de don Aníbal Vásquez y su familia es inconmensurable, franca y sincera, como se deja notar incluso en el gesto suyo de no cerrar su portón hasta en tanto no hayamos partido.

Con la mano alzada en señal de hasta pronto nos indica que el próximo año nos espera. Grande don Aníbal. Gracias por tanto y por todo.

¡Gracias Paiján!

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