El juicio de Martín… Andrés Roca Rey o Joaquín Galdós; polémica del toreo, o simple miopía de algunos
Siempre nos encontramos, para explicar el debate taurino, ante expresiones como la manida “lo lindo ─o lo grandioso─ de esto (la fiesta de los toros) es que no todos pensamos u opinamos igual”; que “cada aficionado tiene una visión distinta de una misma faena”. Esto, de hecho es así pero se ha venido a utilizar de un tiempo a esta parte como argumento para asumir posiciones arrogantes, absolutas y, por qué no decirlo, hasta beligerantes llegando incluso a descalificar a quienes piensan en contrario sino es que también lanzar más de un inaceptable agravio.
Es la neo dictadura del yoísmo. De la sapiencia desenfrenada de las redes sociales. Cualquiera con un teléfono inteligente se cree con derecho de anteponer su criterio sobre el de otros. Para ellos lo que es también debe serlo para los demás. De lo contrario ese resto es tildado de ignorante, felón o mermelero, si hablamos ya de la crítica taurina propiamente.
Son los relativistas del fraseo los que pontifican y se encumbran en la celestes cimas del universo tutelar de un asumido cañabatismo; aquellos que visten con disquisiciones salmantinas sus elucubradas teorías.
La obviedad y el sentido común nos indican que no es relativismo suponer que existen muchas opiniones acerca de las mismas cosas. El mismo surge, en cambio, cuando además se dice que dichas opiniones son verdaderas en función de las personas que las expresan. “Tal como te parecen las cosas tal son para ti, tal como me parecen las cosas tal son éstas para mí” resumía Protágoras en la cuna de la sabiduría occidental que fue Grecia.
El toreo, como arte mayor no puede ser visto de manera inconmovible pues es claro que en su modo de ser apreciado prevalecerá siempre el subjetivismo de quien se sienta afectado en su sensibilidad de aficionado, sea entendido cabal o no. Basta alcanzar algún grado de emoción para que el arte de Cúchares cumpla su objetivo y si a esta emotividad se le añade la exquisitez artística, se habrá logrado la sinergia que lo encumbra en la más alta de las expresiones de la valoración humana.
Sobre el tema Roca Rey – Galdós surgido a raíz del otorgamiento del Escapulario de Oro de la Feria del Señor de los Milagros en favor del primero, se ha evidenciado esta suerte de relativismo social con la que se pretende medir dos conceptos de tauromaquia descalificando uno por debajo del otro sin considerar que se trata ─o estamos─ ante dos conceptos totalmente distintos que no los hacen ni menos ni más; ni válido como ilegítimo, uno del otro.
Y todo esto es más preocupante cuando leemos opiniones de gente que se dice aficionada o de ella se sospecha como tal. Un buen torero es aquel al que más toros abarca, un buen aficionado será aquel al que más toreros le caben en su mente.
Joaquín Galdós posee esa condición de torero grande y luminoso, sus conceptos se decantan por la hondura, el clasicismo y la exquisita refinación de sus maneras. Pero también nos ha demostrado que sabe improvisar y salir airoso, con el garbo y el embrujo con el que los duendes mueven su muñeca casi gitana.
Como en esa extraordinaria trincherilla con la que remataba una serie en su segundo toro la tarde de su presentación. Arte excelso que prodiga el desmayo y aromatizan las más caras esencias del toreo, made in Perú.
Aparte de todo esto, lo hemos visto en actitud, por fin, de quien se sabe torero con argumentos para trascender. No hay de otra y conforme reditúe lo visto en Acho allende tras el charco, agárrense íberos que éste va reclamar sitio y no lo va dejar.
Andrés Roca Rey, que es roca ígnea, flama viva, envión y explosión latente, también sabe de larguras infinitas, de temple consumado y poderosa mano que hace toros de cuanto se le echen encima. Si un toro no dice nada donde cualquiera aliñaría él es el que embiste y le exprime hasta el último suspiro.
Transmitiendo de principio a fin, desde que hace la cruz con su zapatilla en la arena al inicio del paseíllo, hasta dando rienda suelta a sus recursos finales sea de rodillas o en apretados cambiados o arrucinas impensadas. Nadie pisa ya hoy por hoy los terrenos ajustados que nuestra figura mundial pisa. Eso genera emoción y agota los billetes.
Ante estos dos portentos, que, oiga caballero, como vociferaba Mangonazo, si no lo ha advertido aún, son peruanos. Sí, dos de casa, paisanos suyos y míos, qué difícil resulta decidirse. Cuán infelices pueden resultar las comparaciones, mas sobre todo cuando con escaso criterio se les insiste en equiparar sin lograr entender que son, como ya dijimos, dos conceptos distintos del toreo universal e histórico.
No acepto aquello que “uno torea y el otro no”.
Que el de uno es el “toreo puro” y que el de aquel no sino vulgar temeridad y tremendismo como unos (me ahorraré adjetivos) han salido a afirmar.
No señores, ni uno es más ni el otro menos. Uno hondo, roto y exquisito, y el otro mandón y poderoso que transmite más que todas las antenas del universo. Dos caras de una misma conjunción, de un mismo objetivo supremo que debe conducir el toreo: llegar a emocionar.
Claro y por supuesto que para llegar a alcanzar la cima del Parnaso emotivo, todo torero debe tener ante sí la herramienta necesaria para lograrlo que no es otra que el toro bravo y encastado y con hechuras propias y dignas que en el caso de esta temporada brilló por su inexistencia en nuestra más que bicentenaria plaza.
Pero, ese tema, en este momento lo dejamos para otro análisis al que no hemos rehuido en ninguna de nuestras crónicas (es fácil comprobarlo) y no como ciertos coprófagos han querido poner en tela de juicio suponiendo de nuestra parte alguna condescendencia con la empresa que “nos da de tragar” en alusión a las facilidades ─léase pase al callejón, que por cierto en nuestro caso solo se otorgó en dos ocasiones así que ni tanto que nos hayamos empachado, la verdad─ que se otorgan a la prensa especializada en todo tipo de espectáculo, salvo que ahora también se entienda que ejercer una labor informativa es demérito o motivo de rubor si no se escribe tal como el relativismo de los nefastos pretende que lo hagamos.
Guste o no, y es también tema para ocuparnos en extenso, hubo un veredicto emitido por un Jurado debidamente instalado, aunque mal conformado, que sancionó el otorgamiento de los Escapularios de la Feria. De su fallo y modo de determinación, los toreros actuantes, ni valga decirlo, la empresa, puede ser responsable.
Por eso mismo, ha sido muy penoso presenciar el injusto cargamontón de insultos y agravios contra quien es nuestro estandarte mundial y figura indiscutible del toreo. Esto, sin duda hay que reconocerlo propiciado en buena parte por la innecesaria exposición a que se le ha llevado ante la afición.
En esta hora crucial que la historia del toreo concede al Perú el postergado protagonismo, en vez de tratar de propiciar enfrentamientos entre dos compañeros, dos grandes toreros de talla mundial que nos llenan de orgullo, que además son dos amigos fraternos, deberíamos reparar con beneplácito que por primera vez a lo largo de su existencia, la feria de Lima ha debatido su Escapulario entre dos peruanos prodigiosos.
Únicos e irrepetibles.
Y que nada es según como usted dice ni como yo creo, estimado lector, pues hágale caso a Campoamor en lugar de buscar medicina para su hígado sufrido repasando sus vigentes versos :
“De Diógenes compré un día
la linterna a un mercader;
distan la suya y la mía
cuanto hay de ser a no ser.
Blanca la mía parece;
la suya parece negra;
la de él todo lo entristece;
la mía todo lo alegra.
Y es que en este mundo traidor
nada hay verdad ni nada es mentira;
todo es según el color
del cristal con que se mira“.
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