En Bilbao… Puerta grande para Enrique Ponce
Plaza de Bilbao. Séptima corrida de feria. 25 de agosto. Algo más de media entrada. Asistieron Juan Carlos I y la Infanta Elena. Toros de Victoriano del Río, –el tercero, devuelto al partirse un pitón y sustituido por otro del mismo hierro, lidiado en sexto lugar–, correctamente presentados, cumplidores en el caballo, blandos, sosos, descastados y nobles; complicados quinto y sexto.
Enrique Ponce: Silencio y dos orejas.
Cayetano: Ovación y silencio.
Ginés Marín: Ovación tras aviso y oreja.
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El estoconazo de Enrique Ponce al cuarto de la tarde fue de libro, una de esas estocadas que deben ver y analizar todos los aspirantes a la gloria del toreo. Hizo la suerte a la perfección, clavó la espada en el mismísimo morrillo del animal, la hundió hasta la empuñadura y el toro salió muerto del encuentro. Tembló durante unos segundos y cayó patas arriba en la negra arena bilbaína mientras la plaza puesta en pie solicitó las dos orejas que el presidente concedió sin duda alguna.
Una oreja por la estocada, y otra por la faena, que no fue grandiosa, ni arrebatadora; ni siquiera tuvo tandas para el recuerdo por su hondura y majestuosidad, pero fue un compendio de inteligencia y conocimiento ante un toro nobilísimo que no acabó de definir su carácter. Sin recorrido en los inicios con la muleta, repitió después en embestidas cortas con más sosería que clase; Ponce administró los tiempos con suavidad y serenidad, y le robó muletazos, fundamentalmente con la mano derecha, ceñidos primero, desmayados y ligados después, un molinete, medios pases… Todo muy ceremonioso, lentamente, casi en éxtasis. Le robó al toro lo que no tenía. Lo exprimió. Y entusiasmó al respetable. No encontraba el torero la manera de finalizar su labor hasta que, tras un vistoso abaniqueo, montó la espada, y… ahí quedó una lección tan redonda como imperfecta de un maestro.
El propio Ponce inició una singular polémica política al brindar al Rey Don Juan Carlos por la unidad de España; en su turno, Cayetano -muy temperamental en su parlamento- aludió en su brindis al terrorismo, y momentos antes había ordenado a su cuadrilla que banderilleara con los colores de la bandera española, lo que produjo una división de opiniones en los tendidos. Y Marín corroboró sus palabras al monarca con un Viva España. Vamos, que aquello parecía una corrida patriótica…
Pero la realidad era otra. Y la culpa, de los toros. Ponce, en su primero, muy parado, se limitó a mantenerlo de pie.
Cayetano, arrebatado y crecido con el asunto de las banderillas (Iván García y Alberto Zayas saludaron tras un buen tercio) y el brindis real, se quitó las zapatillas, hincó las rodillas en tierra, y así pasó por alto a su primero, que pronto se agotó y acabó con la ilusión de un torero valeroso que llegó a por todas. Sin clase se expresó el quinto, al que hizo un ceñido quite por gaoneras. Buena fue su actitud toda la tarde, pero no encontró el premio deseado.
Y Marín no perdió su crédito. Tampoco tuvo toros para el triunfo, sosos los dos y de escaso recorrido, pero prevalecieron su entrega y buenas maneras. Mejor en su primero por el lado izquierdo, con momentos estimables y escasos, también, de emoción, y con extraordinaria disposición ante el sobrero sexto, de contada calidad y recorrido, al que le cortó una oreja tras una voltereta sin consecuencias y una estocada de buena factura.
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* Antonio Lorca, prestigioso crítico taurino del influyente diario español El País
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